El punto de encuentro lo hemos establecido en la Ermita de San Antonio (1), que se puede decir, es de una singularidad extraordinaria, ya que reune todas las cualidades para el disfrute terrenal; desde mi punto de vista, sin llegar a ser de un valor arquitectónico destacado, posee unas características poéticas que le hacen envolver a todo humano que opte por quedarse quiescente aquí durante un tiempo. 

Tomamos el sentido ascendente del camino (2) dejando a nuestros lados varias casas de recreo, que están rodeadas de huertos coquetos debido al colorido que muestran sus arbustos florecidos. La visión de los campos montehermoseños se va haciendo cada tramo que subimos más portentosa, pues desde aquí destacan los olivares somnolientos entre el marrón de las tierras que le dan vida: es la armonía sintética de la Naturaleza, hábilmente labrada por las manos sabias de sus dueños.

Hay un cruce de caminos que nos puede hacer dudar de nuestro verdadero sendero, pero hemos de escoger aquel que está más abierto (3) y que deja ver a la derecha un vestigio de la acción del agua sobre las rocas horneadas por este líquido elemento, ello permite vaticinar que por este tramo discurrió durante bastante tiempo una masa acuosa que le dio forma armoniosa al lugar. 

Después de disfrutar de este espectacular paisaje, continuamos nuestro sendero para llegar hasta una dehesa donde abundan los alcornoques y las encinas (5). Primero hay que atravesar una puerta de hierro que tiene como misión impedir el paso a los animales hacia la vereda por donde hemos subido. Aquí se puede observar con detenimiento el desnudo que queda el tronco de éstos árboles una vez que se le quita la corteza para obtener el corcho. Es un lugar tranquilo que sirve de descarga de las tensiones acumuladas y para un merecido descanso que nos haga recobrar las fuerzas para iniciar el descenso hacia el pueblo. Es el momento de la lectura poética sobre un paraje arbolado.